El hombre estaba cenando en un restaurante de Coral Gables en el estado de la Florida, y repentinamente sintió un toque en su hombro derecho. Otro cliente del restaurante que estaba sentado a sus espaldas le había llamado la atención  con el deseo de hablar con él.

- Usted es Rodrigo?

- Sí... lo soy...

- Es que lo he reconocido por su vos. Yo soy Alcides y he trabajado para usted en Uruguay antes de que emigrara a los Estados Unido. Inclusive lo había escuchado hablar en las puertas del café "La Vía" sobre lo bien que se vivía en  este país un día antes de que se embarcara. 

A Rodrigo le parecía imposible que alguien describiera todo esto con tanto detalle y le vino a su memoria los tiempos de aquel taller donde se reparaban manómetros para el suministro de oxígeno de los hospitales de Montevideo. Al momento recordó a su socio Juan, y lo primero que hizo fue preguntarla a Alcides si sabía algo de él.

Recordaba a Juan y más que nada su manera de ser. Un bromista empedernido que no paraba de hacer pesadas bromas y gozaba de ellas aunque los demás sufrieran las consecuencias de las mismas.

Era el que cuando jóvenes, que se reunían en una esquina del barrio, cubrió un pesado adoquín con una caja de zapatos esperando que llegara Raúl que siempre arribaba pateando cuanta piedrita veía en el camino.

Cuando Raúl vio la caja de zapatos, lo primero que hizo fue tomar carrera como si fuera a patear un penal y se afirmó en ella, lo que le costó tres meses de yeso.

En la escuela industrial donde estudiaban juntos, había atado una rata muerta de la cola y la puso sobre una puerta entreabierta para cuando el que la terminara de abrir para pasar al otro lado, recibiría aquella rata en plena cara. También en la escuela había cambiado un emparedado por otro al que le puso grasa de auto simulando dulce de leche y el que lo mordió no solo sufrió la burla de algunos otros, si no que tuvo que lavarse la boca desesperado pues no conseguía limpiar aquella grasa.

Entonces Alcides comenzó a contar la historia de Juan del que se había hecho muy amigo: Usted recordará que vivía de sus bromas... recordará también el día que se enteró que yo tenía fobia a las arañas, y fabricó una usando un círculo de goma al que pegó gigantescas patas y les encoló pelos de un viejo pincel para causarme el susto de mi vida. Recordará también que me desmayé cuando me la apoyó en un hombro gritando: Una araña... gordo... una araña.

O cuando creó el ruido de una explosión abriendo un tubo de oxígeno que nos asustó a todos.        

Así era el pobre Juan... siguió haciendo bromas hasta su muerte, o mejor dicho hasta después de su muerte.   

 

Juan estaba gravemente enfermo y sabía que no iba a durar mucho tiempo, pero Igual seguía con sus bromas, especialmente a su mujer por tenerla cerca. La pobre sufría, le aguantaba sus impertinencias y creo que en cierta manera disfrutaba de verlo gozar con sus bromas.

El día de su sepelio estaban introduciendo el féretro en la carroza que lo transportaría al cementerio y se escucharon unos golpes: Toc... Toc... Toc... SÁQUENME DE AQUÍ... SÁQUENME DE AQUÍ...

Todos los que estábamos cerca nos asustamos y su mujer cayó al piso con un infarto que le costó la vida.

Después vi a uno de sus sobrinos romper aquel grabador en mil pedazos que llorando y arrepentido dijo que ese había sido el último deseo de su tío y que le había hecho jurar que lo cumpliría.

 

"En el bromear se debe tener moderación"

Cicerón.

Categorías: Cuentos

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